Desdeñando los clamores del partido contrario, voy a decirle al público con franqueza y sencillez lo que siento ante cada uno de los cuadros que honre con su atención. Daré las razones de mi particular manera de ver. Mi meta es obrar de suerte que cada espectador interrogue a su alma, se detalle su propia manera de sentir y llegue así a hacerse un juicio suyo, una manera de ver modelada conforme a su propio carácter, gustos y pasiones dominantes, si las tuviere, pues por desdicha hacen falta para juzgar de arte. Y asimismo, desengañar de la escuela de David y la imitación de Horace Vernet a los pintores jóvenes, he aquí mi segundo objetivo; es el amor al arte quien me inspira. El hombre eminentemente razonable, la inteligencia “precisa”, tienen toda mi estima en sociedad; éste será un excelente magistrado, buen ciudadano, buen marido, estimable en fin por todos los conceptos, y le tendré envidia por doquier, salvo en los salones de la exposición. Es al joven de mirada azorada, movimientos bruscos y un tanto desaliñado, a quien me gusta seguir la conversación en el Louvre. Esta mañana mismo acabo de sorprender veinte juicios sobre otros tantos cuadros señalados que, sin temor a pasar por hombre que oye demasiado, me habría apresurado a tomar buena nota. Puede que a mí me vengan luego las mismas ideas, pero nunca tendré el secreto de expresarlas tan fogosa y afortunadamente.