DURANTE mucho tiempo ha quedado estereotipada la imagen de Keats como poeta refinado y ultradelicado, que murió víctima de la incomprensión y crueldad del mundo literario de su época; es decir, ha pervivido la idea romántica de Keats como poeta maldito. La imagen de Keats entronca mejor con la de aquellos posteriores poetas puros para los que el sentido poético es siempre absoluto y nunca circunstancial, y con la de los forjadores de la tour divoire, meticulosos, delicados y enfáticamente aislados del mundo circundante. Porque, en efecto, es muy difícil encontrar a lo largo de toda la obra keatsiana, e incluso en su correspondencia, ideas morales, sociales, políticas o metafísicas. Sus poemas son fragmentos de una proyección subjetiva sobre un mundo exterior idealizado y clasicista: un intento de asimilar, bajo la simple noción de Belleza, toda la gama de experiencias humanas. Keats quiso y se contentó con ser poeta; y poeta al modo más elevado, sin apenas permitirse intromisiones ni interpolaciones de ningún otro género que el que él creía era esencial. Keats había nacido en Londres en 1795 y murió en Roma en 1821, cuando contaba 26 años.