En la época contemporánea, el sufrimiento humano se ha convertido en la gran dificultad para aceptar la existencia de Dios. Por ello, afirmar que Dios no puede sentir ni sufrir ?atributo de la impasibilidad divina, como el de la omnipotencia, la omnisciencia o la eternidad? representa una auténtica provocación e incluso una crueldad para el hombre actual. Numerosos filósofos y teólogos no sólo consideran que esta doctrina es ajena a la tradición bíblica, sino también que fue tomada de la filosofía helenista por el cristianismo. Gavrilyuk afirma, por el contrario, que esta idea ya aparece en el pensamiento patrístico, aunque de una forma dialéctica. Así, frente a los brillantes intentos por resolver la paradoja de la encarnación que representan las alternativas doceta, arriana y nestoriana, la tradición de la gran Iglesia se ha esforzado siempre por salvaguardar la paradoja del sufrimiento voluntario de Dios en la carne, sin reducir la trascendencia de Dios ni su divinidad. En este nuevo contexto, la encarnación aparece como prueba y testimonio esenciales de la compasión divina, salvaguardando así la absoluta dignidad del ser humano, carnal y terreno, que no se consume ante la grandeza de la realidad divina.