Hay quien mira el poder como un regalo luminoso de los dioses, el fin que justifica cualquier medio. Octavio Santana no lo ve así. A él le parece más bien un disfraz, uno de esos mantos pesados y llenos de pliegues sombríos que llevaban los asesinos a las fiestas venecianas en el 1700, y que utilizaban no sólo para esconder el cuchillo y actuar impunemente, sino para evitar a toda costa que se les transparentasen los sentires y los pensares, tan semejantes a los del resto de los hombres.