En momentos como los actuales, marcados por la incertidumbre y la desorientación, se mira con frecuencia al periodo de entreguerras en Europa, cuando las democracias liberales se vieron fuertemente cuestionadas, conmocionadas y deconstruidas por alternativas autoritarias como las protagonizadas por el nazismo en Alemania, el fascismo en Italia, la dictadura de Primo de Rivera en España o la de Salazar en Portugal. Paradójicamente, sin embargo, se produce entonces una explosión crítica, de debate y creatividad en las ciencias, la filosofía, el arte, la literatura y, también, en el pensamiento político, con una generación absolutamente estelar de iuspublicistas, vinculados varios de ellos a la Constitución de Weimar que cumple ahora cien años. Las mejores cabezas de esa generación europea adoptaron una posición crítica hacia el liberalismo burgués y las ideas de la Ilustración que lo sustentaban. Crítica que descargó singularmente sobre el parlamentarismo liberal y elitista que se creía superado o desnaturalizado en la sociedad de masas que en esos momentos emerge con fuerza. Una corriente de pensamiento antiparlamentario recorre así Europa: parte de ella se precipitó en las aguas negras de regímenes autoritarios y nacionalistas que mostraron en algunos casos una faz criminal, pero otro importante flujo de ese pensamiento mostró su calidad y altura al cristalizar en una nueva arquitectura del poder público que se construye ya al finalizar la Segunda Guerra Mundial, con piezas como el control judicial de constitucionalidad de las leyes, la concepción institucional de los derechos fundamentales que obligan y vinculan al legislador, o la legitimidad de la actividad administrativa fundada en la idea del servicio público. Una muestra, una enseñanza, de que ese periodo convulso de crisis al que ahora miramos generó un pensamiento potente, capaz de lo peor y lo mejor.