A comienzos del siglo pasado, un emocionado y bravucón Hilaire Belloc, de pie frente a la imagen de la Virgen a la que tantas veces rezó en su infancia, hizo la siguiente promesa: Partiré de este lugar donde, por mis pecados, serví bajo las armas; haré a pie todo el camino y jamás utilizaré máquina alguna que ande sobre ruedas; dormiré al raso y recorreré treinta millas al día; oiré misa todas las mañanas y estaré en la Misa Mayor que se oficie en San Pedro el día de San Pedro y San Pablo. Y así, de esta manera, dio comienzo a su peregrinación y a este libro, cuyo colorido, vitalidad y exuberancia lo convierten en una de las joyas olvidadas de la literatura del siglo XX. Después de numerosas jornadas, paisajes y anécdotas, bien regadas con vinos, cervezas y aguardientes, concluí escribe Belloc- algunos meses después en un punto donde pude cumplir mi voto final, habiendo quebrantado todos los demás uno a uno, según oiréis. El camino de Roma es, pues, el relato de una peregrinación desde Lorena hasta la Ciudad Eterna. En ella, Bellloc nos descubre la nobleza de las cosas sencillas. Nos demuestra que si sabemos mirar la realidad, ésta siempre nos ofrece razones para maravillarnos. Cualquier lector que acerque sus pasos a los de Belloc, sentirá que le acompaña personalmente en su peregrinación. En el fondo, también en esa otra peregrinación que, sin excepciones, a todos nos ocupa.