La imagen femenina en la pantalla de cine está hecha de la materia de los sueños, los sentimientos o las obsesiones, y su carnalidad es tan cercana como intangible. Si se invita a catorce autores a escribir, cada cual a su cuenta y a su modo, sobre otras tantas figuras femeninas del cine asociadas con la idea del Mal, el resultado obvio de la mezcla del tema seductor y la libertad creativa es una vertiginosa diversidad de temas y enfoques, más allá de la cual se manifiesta una coincidencia soprendente: frente a ensañamientos de crímenes horrendos, actos despiadados, desnudos provocadores o pérfidas indefensiones, ni uno sólo de los catorce autores se siente con fuerzas o autoridad para censurar a las perversas del cine, y todos se rinden con armas y bagaje ante la fascinación de la mujer. El Mal se transfigura en belleza artística y en incitación emocional y, en lugar de ceñudas condenas, aparecen el entusiasmo, el ensueño, o una contemplación estética entretejida con anhelos y deseos insaciados que se traducen en vuelos imaginativos, perplejidades, análisis que no logran ser fríos y, a menudo, cómicas constataciones del desamparo del hombre. Es en esa fascinación ante la mujer donde los autores, en claves muy variadas, perciben una perversidad: las mujeres de la pantalla hablan, se mueven; se muestrasn engañosamente cercanas, despiertan inquietudes y deseos, pero, protegidas por impenetrables corazas de celuloide, son inasequibles como estatuas, pinturas o divinidades.