La globalización ha situado la participación social y política ante nuevos desafíos: por un lado, el desafío de una economía que tiende a mercantilizar las relaciones humanas; por otro, el de un derecho político donde la justicia se desentiende de su dimensión social y cordial. Estos desafíos simplifican la ética democrática, porque generan una cultura donde las responsabilidades cívicas y la promoción de la justicia se plantean al margen de las fuentes morales o religiosas de los ciudadanos, como si las instituciones democráticas fueran de mayor calidad cuando no se nutren de convicciones morales o religiosas.