En el Antiguo Testamento, Dios ordena la guerra; en el Evangelio, exhorta al amor y a la paz, "porque, para conquistar el Reino de los Cielos, no son necesarias las armas materiales", como escribe San Jerónimo. Pero cuando el poder político, bajo el emperador Constantino, elige la protección del Dios de los cristianos abandonando a los viejos dioses del panteón romano, se inicia para la nueva religión un proceso largo, contradictorio y terrible: la incompatibilidad entre la fe cristiana y el servicio militar desaparece y, sólo dos años después de la victoria de Constantino en Ponte Milvio, el concilio de Arlès decreta que "quienes abandonen el ejército serán separados de la comunión". Los símbolos del martirio cristiano -la arena ensangrentada, la fascinación de la lucha, las armas de la virtud, la corona de la victoria- signan el lenguaje y la teoría de la "guerra justa". Para el cristiano la guerra se vuelve, entonces, no sólo aceptable sino también meritoria y hasta santa, cuando el enemigo es un pagano o un hereje. Agustín de Hipona escribe: "A veces es necesario que los hombres buenos emprendan la guerra por orden de Dios o del gobierno legítimo". Hoy la mayoría de los cristianos comparte la invitación a la paz, una invitación autorizada y, a menudo, apasionada. ¿Se trata de una conquista definitiva? ¿"Nunca más guerra", como dijo Paulo VI? Queda alguna duda. Pero, ciertamente, como veremos en este libro, el pasado es impresionante? 10