Obrero del espíritu, infatigable; fiel, hasta romperse, a las ideas que le habían enseñado, algunas de ellas deshojadas cuando hubo de hacerlas pautas de su pastoral; incapaz de engañarse y de engañar; pero siempre pasando fronteras espinosas con el viento del tiempo en contra. El cardenal Pedro Segura y Sáenz ejerció como obispo en Valladolid, Coria, Burgos, Toledo y Sevilla. Rumió siete años de exilio en Ro-ma. Su singular figura fue mecida entre aplausos y contradicciones por do quiera estuvo. Se le colgaron sambenitos, leyendas, tópicos. Murió como mueren los grandes obreros del espíritu. Ya era hora, cuarenta y cuatro años después de su muerte, de que se tejiera seriamente su biografía.
Una chica joven, que se sintió llamada por Dios al servicio de su patria. Y la historia empieza así: 'La escena tiene un punto de innegable emoción, de grandeza. Una de esas ocasiones solemnes que las personas sabemos revestir de una especial religiosidad. Pero no nos engañemos. La grandeza no le viene del ritual, ni de la presencia del arzobispo de París, ni de los enviados papales, ni de todo el clero reunido. Lo que más impresiona es la presencia de una mujer que, acompañada de sus dos hijos, avanza hacia el coro, con un escrito de súplica en las manos.'
En los inicios del cristianismo, un ejemplo vivo de la fuerza del Evangelio. Y la historia empieza así: 'Esta historia empieza, entre los años 55 y 63 de nuestra era, en Colosas, una ciudad de Frigia, en la parte occidental del Asia Menor, la Turquía actual. Colosas es, en esta época, una ciudad de tamaño medio que, entre otras cosas, destaca por su industria textil. Allí vive una familia acomodada formada por Filemón, su mujer Apia y su hijo Arquipo. Quizás hay más hijos, pero no lo sabemos. Esta familia, como toda buena familia de la época, tiene varios esclavos, uno de los cuales lleva por nombre Onésimo, un nombre que significa útil. El nombre, seguramente, se lo había puesto su amo, como era la costumbre, e indica que lo debía valorar bastante.'
En un ambiente pagano culto y potente, una mujer cristiana reivindica su fe hasta dar la vida. Y la historia empieza así: 'Según tradición antigua, esta santa nació en Alejandría, en aquel tiempo la segunda ciudad en importancia del imperio romano, y allí sufrió martirio a principios del siglo IV. Con los datos históricos de que hoy disponemos, las coordenadas en espacio y tiempo que nos marcan la narración de su vida y de los hechos que propiciaron su devoción y su culto presentan muchas preguntas y dificultades de interpretación.'
El último volumen de la triología conmoverá a muchos lectores. En él se sintetizan las enseñanzas y se expone la conclusión lógica y asombrosa de una experiencia extraordinaria, de un diálogo pleno de compresión y amor. El diálogo concluye como se inició. Al igual que la vida, completa un ciclo. Ahora solo queda pendiente una pregunta... ¿Quién escucha?. Eres siempre una parte de Dios, porque nunca estás esperando de Él.Neale Donald Walsch
En el siglo XVII, un fraile trinitario que fue ejemplo de dedicación total a Dios. Y la historia empieza así: 'Eran los últimos años de la decimosexta centuria. Corría el año treinta y cinco del reinado del rey Felipe, el segundo de los Austrias, y en Roma reinaba el papa Gregorio XIV. Cuando era virrey de Cataluña Pedro Luis Galceran de Borja, maestro de Montesa, Jerónimo de Oluja era gobernador de Osona, Pedro Jaime era obispo de Vic y Onofre Sala era alcalde, Dios concedió un don singular a la ciudad de Vic: el nacimiento el día 29 de septiembre de 1591, de un niño, hijo de Enrique Argemir, notario, y concejal del ayuntamiento de la ciudad, nacido en Centelles, y de Monserrat Mitjà, hija de un maestro peletero y natural de la ciudad de Vic. El niño fue bautizado con el nombre de Miguel, porque era el nombre del ángel a quien estaba dedicado el día que vio la luz del mundo...'
Dos mártires del siglo III, testimonio y estímulo de fe para todos los tiempos. Y la historia empieza así: 'En el imperio romano los cristianos fueron considerados un peligro público. Y con razón. Los romanos, en efecto, admitían toda clase de cultos y religiones, pero al mismo tiempo exigían que todos los ciudadanos participasen también de los cultos públicos y oficiales del imperio, con los que se fortalecía la cohesión del estado y la sujeción al emperador. Y los cristianos se negaban a participar de estos cultos.'