El envejecimiento es un fenómeno muy complejo y variable, parte constituyente y natural de la vida. Común a todos los miembros de cualquier especie, es progresivo e incluye elementos perjudiciales que afectan a nuestra capacidad para llevar a cabo varias funciones. En este proceso, la mayor parte de los órganos presentan un deterioro de su capacidad funcional (Organización Mundial de la Salud, OMS, 1998). Los grandes clásicos afrontaban el tema de la longevidad como Cicerón en su libro ?Cato maior de senectute liber? (II aC), donde Catón el viejo, que encarna a un octogenario, da sus razones a dos jóvenes para no renegar de la vejez y aceptarla como una etapa más de la vida. En la época cristiano-medieval el concepto de vejez se desvirtúa, dejando a los ancianos como seres marginados. Conforme surgen los estados de bienestar y los sistemas de pensiones, se empieza a considerar la vejez como una liberalización y como un periodo en el que desarrollar actividades útiles para la sociedad y para uno mismo (Requena, 2006). Por tanto, la vejez irá evolucionando, desde una concepción del envejecimiento en términos de declive y deterioro, a la consideración de la senectud como una dinámica entre desarrollo (ganancia), estabilidad y declive (pérdidas) (Baltes, Freund & Li, 2005). En la actualidad, estamos asistiendo a un envejecimiento de la población en los países industrializados, como consecuencia de la reducción en la tasa de natalidad y del aumento de la esperanza de vida (Havlik, Yancik, Long, Ries, & Edwards, 1994), que ha pasado de ser de 34,8 años, en el 1900, a 81,6 años (Abellán & Esparza, 2011).