En el año 2006, celebrábamos el centenario del nacimiento de uno de los hombres cuyo pensamiento más más ha fecundado el quehacer teológico de la segunda mitad del siglo XX. Sin embarbo, cualquier acercamiento a la comprensión de Bonhoeffer pasa por integrar vida y pensamiento, puesto que la suya fue siempre una "teología de rodillas" interpretada y encarnada desde el seguimiento de Jesús y la militancia en la Iglesia. Esa y no otra, es la clave hermenéutica que nos permite situarnos en el lugar de observación correcto para acoger su visión del cristianismo.
Cuando el cristianismo comenzó su expansión, no sólo prometía la inmortalidad del alma, algo que en la cultura pagana se daba ya por seguro, sino que garantizaba también la inmortalidad del cuerpo. En definitiva, la cuestión que planteaba la nueva espiritualidad era la siguiente: ¿cómo podía el ser humano llegar a ser divino (o santo) sin perder su corporeidad? Los primeros cristianos sostenían que si Dios se había hecho hombre y había tomado carne mortal era para que los hombres pudieran llegar a ser Dios. Pero, ¿cómo lograrlo?, ¿cómo divinizarse?, ¿cómo vivir la vida en su forma plena y absoluta? Los monjes de todos los desiertos de la cristiandad Dionisio el Areopagita, Gregorio el Sinaíta, Isaías el Anacoreta o María Egipciaca entre muchos otros idearon una enseñanza y un método a través de los cuales el hombre podría realizar ese ideal, verlo culminado mediante el ejercicio de una práctica que aún sobrevive. Basada en la concentración, esta técnica consiste en la repetición incesante del nombre divino, mediante un uso adecuado de la respiración y el empleo opcional de determinadas posiciones del cuerpo. Se ha llegado a comparar este método de paz e iluminación con el arte de realización espiritual oriental, dándole el nombre de yoga o zen cristianos. Eremitas trata de cómo nace esta práctica, cuál es su historia y cómo se ejecuta.