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Ante la evidencia de la crisis, en los primeros años setenta, la mayoría de los economistas optaron por ignorar su previsible larga duración, previendo inmediatas recuperaciones, a veces mediante respuestas keynesianas, o por considerarla la consecuencia fatal de un desajuste en el funcionamiento del mercado provocado por la intervención estatal asociada al Estado asistencial y la regulación pública de los mercados en la posguerra. Los autores, frente a estas posiciones ya claramente insostenibles, vienen sosteniendo una perspectiva mucho más próxima a la de la llamada escuela de la regulación, cuyo principal representante es Michel Aglietta (Regulación y crisis del capitalismo, Siglo XXI). Para ellos ni la austeridad ni el crecimiento keynesiano podrían ser la respuesta ante una crisis de tipo distinto. Se requiere una política que favorezca la inversión productiva, la diferencia de la política conservadora de altos tipos de interés que ha frenado la inflación al precio de fomentar la inversión especulativa, y es preciso optar por el desarrollo de nueva tecnología, nuevas formas de producir, más allá del fordismo y del taylorismo, y, consiguientemente, por otra forma de vivir en sociedad. Pues no se puede reducir el crecimiento a la eficacia económica, sino que es preciso subrayar el aspecto social de la economía: su capacidad para satisfacer las demandas sociales.