Síntesis lúcida de las principales ideas que han determinado la visión y el estudio del A, este breve ensayo es una reflexión sobre el fenómeno artístico -desde el paleolítico hasta las instalaciones contemporáneas- y sobre los intentos de historiarlo y estudiarlo científicamente, que encuentra con puntualidad los nudos de esa trama de ideas en el pensamiento de Platón, en la transformación de la visión del artista en el siglo XVII y en la obra de Hegel, que, como reconocen otros historiadores del A, resulta fundamental para comprender el nacimiento de la historia del A en el siglo XIX.
Hurgando hace un par de años en sus archivos, el fotógrafo Barry Feinstein exhumó un manojo de fotografías tomadas en Hollywood a principios de los años sesenta. Junto a ellas yacían veintitrés poemas compuestos en 1964 por su amigo Bob Dylan como glosa o complemento de esas imágenes. «Era el manuscrito perdido: todos lo habían olvidado», explicaría Feinstein. Tan perdido estaba, al menos en los laberintos de la memoria, que el propio autor no recordaba haberlo escrito. Las fotos retratan con desolada frialdad, a veces con afable ironía, el ocaso de una época («dorada» según la adjetivación canónica). Hay estrellas dentro o fuera del plató, pero el objetivo las contempla como si se hubieran caído del cielo. Hay también aspirantes al estrellato, idólatras, maniquíes, decorados ya inútiles y lugares intensamente deshabitados: una explanada vacía reservada a los coches del «talento», la piscina de Marylin el día de su muerte con dos peluches luctuosos que permanecen sobre el césped como las camisas aún colgadas en el armario de un muerto. Los versos se atienen a la partitura del desconcierto lírico que Dylan forjaba por aquellas fechas, una poética de la arbitrariedad (o sea, del libre arbitrio) que le permitía sacudir metáforas rigurosamente aleatorias, oraciones estrictamente agramaticales, neologismos inclementes, puntuaciones feroces, hermetismos, equívocos, juegos o jugarretas de palabras, pasajes narrativos, sarcasmos, penas, cariños, bromas, vulgaridades, anécdotas privadas, alusiones literarias o cinematográficas (cómo no), maneras del blues, tonos de balada e influencias líquidas o gaseosas (aunque la de Ginsberg era entonces bastante sólida). Los poemas, en fin, son Dylan sin banda sonora, Dylan en un formidable estado impuro.
Jan Fabre (Amberes, 1958) es conocido por su obra plástica, sus performances y obra teatral revolucionaria. Las anotaciones en esta segunda parte de su Diario nocturno son las de un espíritu en extremo alerta con una especial vitalidad artística. Atrapa la noche en toda su intensidad electrizante. Jan Fabre nos atrae a su universo con la escritura. Allí libra una lucha sin concesiones en pro de la belleza definitiva y el arte se corresponde con la pauta final. Esta segunda parte de Diario nocturno ofrece una visión sin adornos de una actividad artística desenfrenada.
Jan Fabre (Amberes, 1958) es un artistapolifacético cuyas instalaciones, dibujos, esculturas, películas y performances han viajado por todo el mundo. Jan Fabre es un símbolo: es el artista que convierte en una visión global todo aquello que ve, piensa y oye. El hombre que mide las nubes. El hombre que transforma sangre en teatro. Desde los comienzos de su actividad artística se ha visto impulsado por el afán de conocimiento, de creación, de experimentación. En Diario nocturno, Jan Fabre describe ese afán con su propia idiosincrasia: cruda, intrépida y proféticamente. Diario nocturno es un auténtico diario de artista que ofrece una visión única de la manera en que Fabre se ha encontrado a sí mismo.
Narrado bajo la doble experiencia de un adolescente que descubre en el A lo que la vida aún no le ha ofrecido y de un adulto que evoca lo que fue aquel aprendizaje, este libro es una reflexión sobre el erotismo y una auténtica historia del desnudo en la pintura. Argullol ganó por esta obra el Premio Casa de América 2002 (galardón convocado por esa institución española y el Fondo de Cultura Económica).
El músico y filósofo Massimo Donà nos invita en esta obra a recordar el origen, el tiempo en que canto y palabra conservaban todavía una fuerza que sólo la divinidad lograba soportar. Porque la lengua era entonces música, y a través del habla humana se manifestaba íntegramente el carácter mítico de las cosas. Esa expresión primordial es el patrimonio que heredaron tanto Beethoven como Charlie Parker: sus caminos fueron muy distintos, pero ambos amaron la inaudible partitura de una naturaleza en la que se percibe el timbre de lo sobrehumano. Y es que toda música verdadera es tal vez una muestra de la inocencia perfecta en tanto no se traduce (o no es jamás traducible) a un universo conceptual, en tanto no es reclamada (o reclamable) por esta o aquella función comunicativa. «Libre en su aéreo dibujarse, a nadie sirve porque nunca es esclavo ni de fines ni de ideales ni de individuos ni de estados ni de partidos ni de religiones.» Libre como el inútil gorjeo de esos pájaros tan queridos por el saxofonista de «Ornithology». Numerosos filósofos, desde la Antigüedad a nuestros días han convenido en que la música constituye el sistema nervioso central de toda filosofía. Pensar la música, reconocer que es capaz de concertar metafísicas contrarias, es emprender un camino hacia la mente, llegar al umbral desde el que se adivina el sonido de la propia conciencia y, como aseveraba Bergson, entender nuestro interior a través de ese indefinible eco del mundo llamado música.
No es cosa fácil presentar y adscribir a una escena artística al escultor Mateo Hernández. Es el caso de un inicial cantero de Béjar (Salamanca), casi autodidacta, que se instaló en el ambiente vanguardista del París de la primera mitad del siglo XX, llevando como principal bagaje un aspecto tan importante del artesanado español como era la talla directa sobre los más duros materiales; una técnica difícil, sin intermediarios, que no admitía correcciones y que presentaba una gran pureza de concepción y ejecución, devolviendo al oficio la integridad de los antiguos escultores de las viejas civilizaciones y la Edad Media, por lo cual fue acogida con efusión entre las propuestas de renovación de la manida escultura de aquel inquieto ambiente artístico.