Como todo grupo humano, el nuestro ha venido celebrando desde antiguo ciertas fechas y acontecimientos del ciclo anual con ritos, cantos, danzas y otras expresiones festivas que, con el tipo de hábitat, de economía y lengua, forman nuestra variada personalidad cultural. En una sociedad fundamentalmente agropecuaria, como ha sido la nuestra durante siglos, el trabajo, el ocio y la fiesta dependieron del ciclo solar, de sus solsticios y equinoccios, de las fases de la luna y del santoral del calendario. En nuestra antigua cultura cristiana, los santos, sus relatos hagiográficos, reliquias, favores portentosos y patrocinios se ajustaron frecuentemente a la medida y tiempo de las necesidades vitales del agricultor devoto, convertidos en abogados protectores de personas, casas, cultivos y ganados, y en objeto de cultos y celebraciones festivas familiares o comunitarias. Toda fiesta giraba en torno a un santo o motivo religioso y a una mesa o refrigerio: batzarres de concejos o juntas de cofrades para rendir cuentas, renovación de alcaldes, regidores o primicieros, priores o mayordomos; bautizos, bodas, cantamisas y hasta enterrorios. No hubo fiesta de niños sin cuestación de alimentos por las casas, ni Navidad sin aguinaldos y estrenas, ni matatxerri sin presentes, ni romería sin reparto de pan y vino, ni velatorio en que no corriera la bota entre los hombres. Todo ello acentuado en las fiestas patronales de cada localidad.