Más de 20 años nos separan ya de la caída del muro de Berlín, mientras que desde finales del 2008 estamos inmersos en una crisis económica y financiera de proporciones planetarias cuyo desenlace es todavía incierto. Cada uno de estos acontecimientos ha tenido la fuerza de un comienzo, metiéndonos en situaciones en las que todavía nos cuesta orientarnos. Con el final de la modernidad se ha ido configurando una sociedad cada vez más globalizada, un «mestizaje de civilizaciones y culturas» en el que cuesta encontrar puntos de referencia absolutos, ideológicos y religiosos. Si en el siglo XX hemos asistido a una contienda sobre el humanum (expresión de Juan Pablo II) en la que el objeto de discusión era todavía identificable, hoy es decisivo preguntarse acerca de quién es el hombre en sí mismo. Esta pregunta sirve de punto de partida para una breve pero intensa reflexión sobre el papel de las religiones en la sociedad actual, sobre todo en relación con la política y la economía. En esta óptica resulta de suma importancia la cuestión de la libertad religiosa que, fruto de una elección dictada por la conciencia y por la aceptación del principio de verdad, debe reconocerse al individuo y a la comunidad. El cristianismo, en un diálogo fecundo con las demás religiones, está llamado a ser protagonista determinante en la construcción de una sociedad plural en la que las diferencias no sean factor de desorientación y disgregación sino que contribuyan a la «vida buena en la ciudad común».