Schoenberg, por su lado, le dedicó un extenso capítulo a Brahms en su obra El estilo y la idea, titulado “Brahms le progesivo”, y le rindió el excéntrico homenaje de orquestar su Cuarteto para piano, Op. 25. por otra parte, en 1927 Cecil Gray parecía intentar resucitar la reputación casi difunta de Brahms con un beso de Judas –dando por perdida la mayor parte de su música de gran formato y salvando las canciones y miniaturas para piano-. En una batalla –no instigada por Brahms, han resonado gritos de guerra desde que Bülow inventara la ridícula fórmula de las tres Bes –Bach, Beethoven y Brahms- cuya aliteración supone ubicar a Brahms por encima de Mozarth y cuya persistencia impidió la adopción de la trinidad alternativa de Berlioz, Bruckner y Bartók. Pero mientras la adulación (hoy en día un tanto a la defensiva) y la detracción continúan entre los críticos, a veces mediante apreciaciones tan alejadas de la objetividad como cualquiera de las que Berlioz solía soportar, hay un hecho que puede comprobarse en el ámbito concertístico a lo largo y ancho del país y es la mayor proporción con la que se interpretan las obras de Brahms que las de cualquier otro compositor, exceptuando quizás a Beethoven.