En Europa y en el Nuevo Mundo, el capitalismo industrial, en dificultades por la penuria de mano de obra, procedió a sustituir por máquinas el trabajo humano. Con ello se impuso un modo de producción que engulle cantidades colosales de combustible. A lo largo de los siglos XIX y XX la población se multiplicó por seis, la esperanza de vida se duplicó y las necesidades crecieron a un ritmo desenfrenado. Para satisfacer esas necesidades se recurrió a materias abundantes pero no renovables y, en menor escala, a instalaciones hidroeléctricas, nucleares, eólicas. La explotación de estos recursos ha engendrado una industria ella misma globalizada, modelada por los intereses conjuntos del capitalismo y de los Estados. La obtención de dividendos cabalga sobre el mercado; la política favorece las estrategias de poder a costa de los intereses de los pueblos. Y, en la sombra de las catedrales industriales, el espectro de la guerra marca el paso a Prometeo.