Tal vez, si hubiese vivido para verlo, sus claros ojos de artista y su corazón emprendedor se hubiesen alegrado ante la nueva belleza de un paisaje geográfico que, desde mucho antes, había subyugado a isleños y foráneos. En cierto modo, fue su mejor acuarela que, como toda la isla de Tenerife, prendió tan firmemente en su espíritu que le convirtió, gracias a la atadura definitiva del amor y de la familia, en un hombre, un gran hombre, atrapado para siempre en un jardín.