Para entender bien la obra y la singular peripecia biográ­fica de Alexander Mackendrick (1912-1993) es importante saber que el cineasta de origen escocés era un perfeccionista. Aunque este rasgo de su carácter le granjeó si no la enemistad, sí, al menos, la antipatía, de muchos de los profesionales que tuvieron la suerte (más bien la desgracia) de trabajar con él, también es cierto que esa misma enfermiza y meticulosa atención al detalle le sirvió para diseñar y poner en pie algunos de los artefactos fílmicos más rigurosos y sugerentes del cine británico de todos los tiempos: y ahí están, sin ir más lejos, «El hombre vestido de blanco» (1951) y «El quinteto de la muerte» (1955) para de­mostrarlo. Con los años, esa necesidad compulsiva de in­terrogarse, e interrogar a los otros, sobre los porme­nores de su trabajo acabaría convirtiéndole en un cineas­ta extraordinariamente consciente de las posibilidades expre­sivas de su oficio y, por lo tanto, en el candidato ideal para transmitir (como así sucedió, y durante más de veinte años) ese conocimiento a las nuevas generaciones de aspirantes a cineasta.