El mayor momento de la historia, así como hay un gran momento en cada vida, fue la aparición del geómetra Tales, que renace en cada generación de escolares. Hasta entonces la humanidad no había hecho más que sentir y conjeturar; desde el momento en que Tales inventó la geometría, empezó a saber. Tal revolución, la primera de las revoluciones, destruyó el imperio de los sacerdotes. ¿Pero cómo lo destruyó? ¿Qué nos dejó en su lugar? ¿Acaso nos concedió ese otro mundo, el reino del pensamiento verdadero que los hombres siempre presintieron a través de tantas supersticiones insensatas? ¿Reemplazó a los sacerdotes tiránicos, que reinaban gracias a los prestigios de la religión, por verdaderos sacerdotes que ejercieran una autoridad legítima porque verdaderamente habían entrado en el mundo inteligible? ¿Debemos someternos ciegamente a los sabios que miran por nosotros, como nos sometíamos ciegamente a los sacerdotes igualmente ciegos, si la falta de talento o de ocio nos impide entrar en sus filas? ¿O acaso aquella revolución reemplazó la desigualdad por la igualdad, enseñándonos que el reino del pensamiento puro es el mismo mundo sensible, que el conocimiento casi divino que han presentido las religiones no es sino una quimera, o más bien que no es otra cosa que el pensamiento común? Nada es más difícil de saber, y al mismo tiempo nada es más importante para cualquier hombre. Porque se trata nada menos que de saber si debo someter la conducción de mi vida a la autoridad de los sabios o sólo a las luces de mi propia razón; o más bien, dado que únicamente a mí me corresponde decidir sobre esta cuestión, si la ciencia me traerá la libertad o unas cadenas legítimas.