Educado en las tensiones entre razón y religión ya entrado el siglo XIX, Pedro Gómez de la Serna Tully (1806-1871) fue un jurista español de virtudes católicas, un político progresista-conservador que cuestionó la codificación, sin por ello dejar de ser un notable agente de las nuevas virtudes constitucionales. Una personalidad cautelosa pero intensa, inmerso en un mundo de autoritarismos pasajeros que gestionan la decadencia y la superación de viejas cosmovisiones, “un laberinto político, cada vez más intrincado, que puso a todos y a todo en tela de juicio”, un mundo poblado de inercias y fatigas sociales que, como recuerda Isabel Burdiel, los periódicos franceses, a la muerte de Isabel II en 1904, describiendo sus días como Reina, señalaron como una época marcada por la “intransigencia religiosa, la falta de educación de un pueblo embrutecido, la ambición de sus generales y de sus políticos, el cainismo español, los pronunciamientos, las cuarteladas y las revoluciones”, un mundo –añadamos– en el que la necesidad de una nueva economía produce fracturas maleables sobre intereses temporales y creencias espirituales, expresadas en una fragilidad e incertidumbre intelectual y política desprendidas de un tiempo jurisdiccional que quiere sobrevivir frente al racionalismo, y que el reconocido jurista refleja.