Aparecido en 1900, ha quedado en nuestra memoria cultural como el centro oculto de una constelación de polemistas, justo en el eje de un cambio secular. Permanece como el núcleo ensombrecido de una disputa lingüística que abarca ya dos siglos, plegándolos entre sí, a la vez que encarna el remedio radical y a la vez patético del historicismo romántico argentino, ya en el umbral del siglo XX: proyectar el autonomismo cultural nacional sobre la base de un autoctonismo idiomático nativo. Esta desmesurada empresa puede ser vista hoy con nostalgia o con temor, pero no puede ignorarse el modo atrevido con que ahora se vuelca sobre las polémicas lingüísticas del siglo XXI.