La historia bajomedieval de Navarra está marcada por un hecho decisivo en el devenir político-institucional del reino: desde 1234 hasta su incorporación a Castilla en 1512, este pequeño Estado está regido por dinastías francesas. El siglo XII se había caracterizado en lo exterior por el difícil ejercicio de supervivencia frente a los reinos peninsulares vecinos, y en el interior por la configuración de una sociedad tripartita y la cristalización de unos incipientes mecanismos de gestión pública, de corte tradicional. Nada hacía suponer que Navarra se iba a incorporar, al principio de modo lento, y después rápida y expeditivamente, a un estilo de gobierno de corte europeo, novedoso entre los reinos hispanos, tanto en la concepción del poder como en los usos administrativos, y desde luego con una radical reorientación de intereses exteriores y estrategias dinásticas. En poco más de un cuarto de siglo después de la muerte de Sancho el Fuerte, Navarra se había perfilado como una monarquía «moderna», que vivía una etapa de transición entre las costumbres altomedievales y las instituciones renovadas y consolidadas de la Baja Edad Media. Teobaldo I (1234-1253) y sus hijos Teobaldo II (1253-1270) y Enrique I (1270-1274) introdujeron, con la nueva dinastía, un nuevo talante político. Reforzaron la autoridad del soberano y la adaptaron hábilmente a las tradiciones del reino. Sus reformas de los resortes administrativos y la proyección exterior hacia la cristiandad occidental dieron a Navarra un carácter «europeo» que nunca antes había tenido. Este sistema presentaba aspectos positivos, como la administración racional y eficaz, la apertura y el prestigio internacionales y el dinamismo económico, y resultados desfavorables, como el autoritarismo monárquico, las ausencias prolongadas de los reyes en sus señoríos franceses y el desequilibrio producido entre las fuerzas sociales, que condujo a una inquietud estamental, endémica durante casi un siglo.