Portia Poitier era una mujer preclara. No solo llamó No Soy Sidney a su hijo cuando nada permitía aún vislumbrar el asombroso parecido que el bebé iba a tener con Sidney Poitier, el guapo y célebre actor afroamericano. También compró acciones de la otrora desconocida Turner Broadcasting Corporation en número suficiente para hacer de No Soy Sidney un hombre riquísimo. Algo que lo ayudará, sin duda, a la hora de enfrentarse a la marginación, a las burlas y a los acosos de todo tipo a las que lo exponen su estrafalario nombre y su color de piel. No Soy Sidney Poitier fue concebido sin la intervención de ningún varón, y nació después de veinticuatro meses de embarazo histérico. Porque todo cabe en esta novela de formación, que trae el recuerdo de la Vida y opiniones de Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, pero también del Cándido de Voltaire y, cómo no, de las aventuras del Quijote. El absurdo parece aquí la única forma de enfrentar un mundo que siempre lo es mucho más. Un tal Percival Everett aparece en estas páginas convertido en profesor de filosofía del sinsentido, que, por eso mismo, no tiene ningún consejo que dar. En una América supuestamente posracial y sin clases –aunque sea simplemente porque nadie distingue a un negro de otro, a un marginal de un pobre–, No Soy Sidney Poitier reflexiona sobre el vicio de definir a las personas por lo que no son, y tiene la virtud eminentemente everettiana de mostrar con humor tristísimo cómo la propia identidad se construye, a veces hasta el delirio, en contra de los demás.