El Decálogo ha iluminado desde tiempo inmemorial el comportamiento de los cristianos. Sin embargo, los tres primeros mandamientos no siempre han ocupado el espacio y el tiempo que merecen en la reflexión moral. Conviene recordar que la vida humana resulta difícilmente entendible si no es en clave de vocación. Cada persona, creada a imagen y semejanza de Dios, está llamada a orientar su existencia desde los deberes morales que brotan de su ser criatura y de la relación con el Señor. Hoy, tras proclamar solemnemente tantos derechos humanos, tal vez haya llegado la hora de reivindicar y defender también los «derechos» de Dios; no en vano, sus derechos son caminos de realización y felicidad para cada persona y para el conjunto de la sociedad. Así, el derecho de Dios a ser adorado en exclusiva como el Ser absoluto y el Amor fontal es la garantía de la libertad del hombre frente a las imposiciones de los ídolos. El derecho de Dios a ver respetado su nombre marca la posibilidad humana de vivir en la verdad. Y el derecho de Dios a ser recordado de modo especial un día a la semana ofrece al creyente la ocasión para celebrar el amor que el Señor regala a sus criaturas, afirmar su señorío sobre el trabajo cotidiano y recuperar el valor humanizador del encuentro festivo y del descanso.