Si bien El contrato social, su obra de 1762, Jean-Jacques Rousseau afirmó rotundamente que el contrato se concibe y el Estado se funda sin la religión, tuvo también la firme convicción de que la política no puede prescindir de ella. Por consiguiente, elaboró un concepto de religión civil que suscitó el repudio feroz y unánime de sus contemporáneos -tanto católicos y protestantes como ateos- y la incomprensión de los investigadores posteriores. Incluso durante los últimos cincuenta años su idea fue considerada un objeto político extraño, una respuesta insatisfactoria o un vestigio obsoleto no merecedor de un análisis profundo.