Dios es algo extraño en la vida de los niños de nuestro tiempo. Son hijos de una cultura donde Éste está ausente o al menos ha sido eclipsado tras una constelación de pequeñas divinidades. Viven y juegan en un mundo sin Dios. La experiencia religiosa se repliega a la estricta intimidad. Desde la convicción de que Dios es el Amor cósmico que alienta a la persona y la conduce a la máxima plenitud de su ser, el autor considera que los niños descubran, en el fondo de su ser, esta energía creadora de bondad, de verdad y de belleza. Los padres –dice– debemos potenciar en ellos el deseo explícito de saber y, sobre todo, de amar. El niño es un forjador de inquietantes preguntas. Es crítico, rápido y, a veces, impertinente. Sus interrogantes muchas veces nos hacen sonrojar. El niño desconoce todavía el tabú y no es esclavo del lenguaje políticamente correcto. Descarado, inocente, inquiere y espera respuestas. No se contenta con cualquier respuesta. Desea razones, aspira a entender lo que pregunta. De aquí el título de este libro y su estructura, que toma la forma de un diálogo entre una madre y su hijo. Las preguntas que en él se plantean, algunas reales, otras elaboradas, parten de la experiencia del autor, padre de cinco hijos, y se centran principalmente en las cuestiones de Dios, la libertad y la muerte.