El terror nos asalta con rigor precisamente porque se trata de nuestro propio mundo, de manera que la confianza que depositábamos en él no resulta ser más que una apariencia. Simultáneamente tenemos la sensación de que no podríamos vivir en ese mundo de repente transformado. No se corresponde con lo grotesco el miedo a la muerte, sino el pánico ante la vida. Y a la estructura de lo grotesco pertenece la abolición de todas las categorías en que fundamos nuestra orientación en el mundo. Desde la ornamentación renacentista hemos asistido a la plasmación de procesos perdurables de disolución: la mezcla de ámbitos y reinos bien distinguidos por nuestra percepción, la supresión de lo estático, la pérdida de identidad, la distorsión de las proporciones «naturales», etc. Y en la actualidad se han sumado a aquellas otros procesos más de disolución: la anulación de la categoría de cosa, la destrucción del concepto de personalidad, el derribo de nuestro concepto de tiempo histórico.