Con el reconocimiento de nuestra verdadera memoria, y del rastro dejado por sus signos, advertimos nuestra manquedad y nos vemos implicados en ella; signos y señales que nos vienen de escritores a quienes el autor considera imprescindibles. Más allá de toda disciplina ideológica o de mostrarse como guías o predicadores (algo definitivamente caducado), nos muestran su responsabilidad y nos ayudan a dar respuesta a nuestro tiempo y a esa otra inclinación, muy peligrosa y tan común entre los escritores instalados en los nuevos espacios de poder, dimitidos de su compromiso crítico y de su exigencia literaria, que declaran que la función del escritor en tanto conciencia de la sociedad resulta hoy «pretenciosa y ridícula».