Entre el primer papel en blanco donde se dibuja un mundo de ideas y la realidad construida a la que aspiran aquellas ideas, existe un estado intermedio. Su tiempo de vida es tan corto como el de su construcción. Su patria es un lugar oculto a nuestra cotidianidad, un lugar donde se reúnen la emoción de aquellos garabatos y su primera realidad. En él parecen encontrarse la divinidad de la idea y la humanidad de su construcción, los dioses llamados por la poesía de los dibujos y los hombres destinados a habitarlos. Este estado intermedio se descubre como un tiempo de encuentro, ese instante en el que se rozan el tiempo heroico de las ideas y el tiempo de la realidad humana a la que aspiran dar habitación. Mirar en dicho encuentro exige detener ambos tiempos para anudar un momento mágico donde la arquitectura, en su razón más primitiva, anuncia lo que imagina ser. Toda buena arquitectura guarda en su propia historia este tiempo, ese instante donde las ideas abandonan su inmaterialidad para acercarse a una realidad originaria.