«San Buenaventura es un poeta; pero, sobre todo, es un metafísico por temperamento. Por eso recurre para expresar las experiencias franciscanas a las resplandecientes fórmulas de la sophia, al ejemplarismo, a los vestigios, imágenes y semejanzas de Dios y a los reverberos divinos, en la parte superior de nuestra alma. Es, pues, cosa clara que San Buenaventura suspira por la luz y suspira por el amor, pero subordinando la luz al amor. Todos sus esfuerzos se dirigen, ante todo, a cultivar la centellita de la sindéresis, ese dulce peso del alma al bien, que si en el orden natural se manifiesta imperfecta e insuficientemente, en las almas deificadas por la gracia halla gradual y colmada perfección hasta convertirse en la fruición plena y beatificante de la gloria. Más aún: las obras de San Buenaventura son vida, y vida exuberante que brota de su comunicación con Dios. A veces nos ofrecen vistas panorámicas de insuperable belleza desde el monte altísimo de las ideas ejemplares de Dios, y a veces guían la subida del alma que anhela unirse con Dios en la mística cumbre. Aquí descubren las vetas de las iluminaciones científicas que se reducen a la teología, cuyo término es la verdadera sabiduría; allí señalan con misión trascendente, como el Precursor a Cristo, al que es nuestro único Maestro, camino, verdad y vida. Siempre y en todas partes, San Buenaventura es el mismo: el Doctor Seráfico, que enseña a reducir el alma, por medio de Cristo, al sumo Bien, infinitamente difusivo. Muchos son los que experimentan hoy día cuán necesario es unir la santidad de vida con la ciencia sagrada, evitando toda especulación exagerada. Pues bien; la teología de San Buenaventura responde maravillosamente a estas exigencias actuales, puesto que así ella, como todas las ciencias que prestan vasallaje a ella, se ordenan a la caridad, término y meta de todas las aspiraciones del hombre». (Del Prólogo).