Alguna página de Marcel Proust inspiró el título Eternidad fugitiva, combinación de términos en los que quisimos ver representadas las paradojas de la fotografía: instante que se congela para seguir vivo, suspensión de lo que no se detiene, tiempo utópico. El proyecto museográfico que ahora, en las postrimerías de 2005, se presenta en las salas del Palacio de Bellas Artes, es una relectura de la temática de aquella publicación (Eternidad fugitiva, 2003). Esta nueva invitación a reflexionar sobre las maneras en las que la fotografía ha modificado nuestra conciencia del mundo, recurrió a la complicidad de las imágenes móviles. El uso de técnicas videográficas, fílmicas y sonoras en una exposición que tiene como tema la fotografía no es, en este caso, sólo un recurso museográfico. Mediante esa mixtura, se ha querido evidenciar la disolución de géneros y técnicas que caracteriza el tráfico iconográfico que hoy nos rige. Asumimos que el cotejo de imágenes de distinta procedencia, fijas o móviles, ayuda a entender las vías que la imaginación visual ha utilizado para procesar los estímulos de la realidad y convertir las representaciones en espacios habitables. La fotografía es el nombre de un lugar fijo que no cesa de desplazarse, donde Cindy Sherman e Hippolyte Bayard plantean las mismas dudas, Eugene Atget y Gabriel Orozco se asoman al abismo donde nacen los reflejos, y Joan Fontcuberta nos ofrece una vista que nunca se hallará en un manual de geografía. El tiempo que pasa por las fotografías las cambia de significado y de lugar. La segunda edición de Eternidad fugitiva, algo más si algo menos que el catálogo de una exposición, no es sino una estación más en el viaje de las imágenes que aquí han servido para enunciar algunos de los misterios de la fotografía.