"Nuestro trabajo no se perderá -nada se pierde en este mundo-: las gotas de agua, aun siendo invisibles, logran formar el océano". Con estas palabras, dirigidas a Élisée Reclus, Bakunin definía toda una vida de lucha. Su martillo libertario, que había trabajado en la fragua de la lucha social, no dejó de golpear todos los hierros que encadenaban al ser humano, entre ellos la religión, dedicando una de sus obras más destacadas, que más que gotas se puede considerar como un verdadero diluvio, a señalar la estrecha relación existente entre Dios y el Estado. Bakunin concibe que la humanidad no podría ser libre si previamente no superaba esa fase de pensamiento, llamémosla infantil, en donde lo sobrenatural tiene cabida por medio de la mística religiosa, de ahí que postulara que la emancipación solo sería posible si se abordaba la realidad por medio del pensamiento racional, lo que nos llevaría, sin margen de duda, a percatarnos de lo artificial tanto de la religión como de su plasmación política que es el Estado.