En abril de 1849 Fiódor Dostoievski, con otros veintiséis jóvenes, era arrestado y acusado de «crímenes contra la seguridad del Estado»; unos meses después, se le sometía a un simulacro de ejecución y finalmente a una condena de ocho años de trabajos forzados en Siberia. En 1862 aparecería en forma de libro Memorias de la casa muerta, el recuento autobiográfico de sus experiencias en presidio, presentado, por problemas de censura, bajo una ficticia primera persona, la del «difunto» Alexánder Petróvich Goriánchikov. Este hombre, noble e instruido, que jamás ha trabajado y cuyo trato con el pueblo nunca ha pasado de ser «una ilusión óptica», se encuentra de pronto privado de libertad, obligado a los esfuerzos más penosos, rapado y encadenado, en compañía de montañeses, bandoleros, asesinos, presos políticos y mendigos. De su sentimiento de desubicación, de la convivencia forzosa, del progresivo conocimiento de su condición y de cuanto le une y le distancia de los demás, surge una crónica rigurosa y comprometida de la vida en prisión, pero también un estudio «emocionado y conmovido» de la mentalidad carcelaria y la psicología criminal.