En 1847, poco antes de su muerte, un nervioso Edgar Allan Poe se presentó al editor neoyorquino Putnam portando un fajo de cuartillas, su última obra, la que le procuraría, pensaba el deteriorado poeta, fama universal: Eureka, un poema en prosa. Aseguró al asombrado editor que la obra revolucionaría el campo de la astronomía -de la que Poe era un estudioso aficionado-, llegando a afectar a las creencias de todas las personas sobre el destino del Universo. Recomendaba una tirada inicial de cincuenta mil ejemplares. La prudencia del editor redujo la cifra a quinientos, y la obra tuvo escasa difusión, aunque llegó a despertar la curiosidad de algún científico de la época. Pero el resplandor del rostro de Poe ante el editor no lo provoca sólo su reciente recaída en el alcohol y el láudano, es la convicción del artista que, en el colmo de la inspiración, cree haber descubierto la verdad absoluta como una revelación: la explicación sencilla y última de todos los fenómenos del Universo. El grial que la ciencia experimental lleva buscando afanosamente desde hace siglos hallado por un poeta, aficionado a la astronomía, gracias a un relámpago de genio.