«Que una mujer sea presentada como maestra, como prototipo de la piedad, no puede sorprender a nadie que sepa que la piedad es, según su esencia, feminidad». Con estas admirables palabras inicia el filósofo danés el primero de los discursos sobre la mujer pecadora que se acerca a Jesús de Nazaret (Lc 7, 37-50). A este discurso edificante le siguen otros dos sobre el mismo tema, que convierten una experiencia aparentemente religiosa y moral en diálogo filosófico de carácter socrático. Porque cuando Kierkegaard invita a sus oyentes y lectores a abordar una cuestión, en el fondo les está proponiendo ensayar y adoptar aquellas actitudes que caracterizan el verdadero filosofar, la primera de las cuales es la escucha. Y es que solo quien es capaz de callar, de hacer silencio interior, podrá traspasar el umbral angosto que da acceso a la auténtica sabiduría. En esta línea de pensamiento, la mujer protagonista de los tres discursos puede muy bien ser presentada como maestra y prototipo del filósofo, entre cuyas tareas principales están luchar sin tregua para liberarse de la angustia y alcanzar el consuelo, trabajar para desterrar la tristeza que brota del sufrimiento y del mal, y dejarse poseer por aquella misteriosa alegría que no solo le precede, sino que le apremia a participar en la fiesta del amor desbordante, último sentido de la vida.