Empecé a escribir “con método” El País de los Pequeños Placeres en el verano de 2003, cuando mi sobrina Ana, que tenía tres años entonces, comenzó a hacerme preguntas sobre la casa donde compartíamos agosto en Maragatería, sobre el jardincillo y la extraña ruina que lo sostiene, sobre las fotografías, sobre los objetos de las habitaciones, sobre algunas piedras blancas y brillantes que ocupaban el sitio y la importancia de los libros o de los recuerdos de viajes, sobre las puertas que daban a lugares donde las niñas no podían bajar. Preguntas que señalaban el misterio de lo ínfimo, la sorpresa escondida en lo cotidiano y en lo necesario. Preguntas sobre el tiempo y las ausencias inevitables, aunque también las que habrían de convertirse en compañeros de juegos y de esperanzas. Fue, me parece, una forma de responderme yo a mí misma sobre el porqué de sus dudas e intuiciones tantas veces idénticas a las mías, a pesar de que estas últimas contaran con cuarenta años más. Es así: no hay, al final, tanta distancia cuando nos referimos a la complicada sencillez de la vida. Hay pequeños placeres en un país cuya geografía tiene el mismo tamaño que el corazón, el sueño y la memoria.