José Luis Sampedro decía en una entrevista que la humanidad ha progresado de una forma fabulosa pero no hemos aprendido a vivir en paz, a convivir, a no matar al vecino. Cuando se estrenó Veraneantes en 1904 Rusia se agitaba con la idea de emprender una revolución que devolviera la dignidad a los seres humanos. Hoy sabemos el resultado de aquella revolución y nos permitimos pensar en ella con cierta displicencia, como en tiempos de barbarie en los que hombres y mujeres daban palos de ciego en busca de la magnífica modernidad de la que nosotros disfrutamos. ¿Qué nos convierte en una sociedad moderna más allá del paso del tiempo y los adelantos técnicos? ¿En qué hemos progresado? ¿Hemos solventado la injusticia, la miseria, la desigualdad, la guerra, el terror, la intolerancia? Ya ni siquiera creemos que una revolución sea posible. El dinero manda. Es el sistema que nos rige y no tiene alternativa
¿No la tiene? ¿En serio debemos aceptar como inevitable un sistema que ahonda de una forma cada vez más salvaje en el beneficio económico frente a la dignidad del ser humano? Este «enorme progreso» de nuestra sociedad con respecto a la que asistió al estreno de los Veraneantes de Gorki me decidió a emprender la reescritura del texto. Nuestros veraneantes están aquí y ahora. Posiblemente con la misma necesidad de cambio que sus antepasados rusos pero, tal vez, más incapaces para provocarlo y, seguramente, menos valientes. Con todo a su disposición para ser felices en este verano de nuestro descontento.