Desde hace ya más de cincuenta años se oyen voces en la Iglesia latina que piden que junto a la cristología se elabore hoy una teología del Espíritu Santo (o pneumatología). La ausencia de una vivencia y de una teología del Espíritu produce graves consecuencias negativas para la vida de las personas, para la Iglesia y para la visión de la historia. A veces esta asfixiante ausencia del Espíritu se ha suplido con sucedáneos devotos, lo cual no es saludable, como tampoco lo es el desembocar en el extremo contrario de defender un Espíritu al margen de Jesús de Nazaret, el Cristo. Frente a este déficit de Espíritu siempre es provechoso enriquecernos con la visión pneumatológica del Oriente cristiano, muy sensible al Espíritu del Señor que llena el universo. Pero podemos preguntarnos si hay otros caminos para descubrir y acceder al Espíritu desde otros lugares sociales y teológicos, concretamente desde los pobres. En la Escritura, en efecto, el Espíritu siempre está presente en momentos de crisis, de dificultad, de pobreza, de muerte, desde el caos original de los comienzos de la creación hasta el Apocalipsis, pasando por los profetas de Israel y por el Espíritu que brota del costado herido del Crucificado. También en la historia de la Iglesia detectamos la presencia profética del Espíritu precisamente en tiempos de noche oscura eclesial y social, en medio del silencio del magisterio y de la teología oficial. De ahí podemos deducir que el Espíritu del Señor, que obra donde y como quiere, actúa desde abajo, clama desde los pobres y siempre en función de ellos, pues él es el «Padre amoroso del pobre», como canta el himno medieval «Ven, Espíritu Santo». Esta reflexión, escrita desde América Latina, puede convertirse en fuente de esperanza y compromiso en momentos difíciles, y puede ayudarnos a sintonizar con la Iglesia del papa Francisco, muy sensible a la acción vivificante y alegre del Espíritu en la Iglesia y en el mundo de hoy.