Éste es un alegato contra el sectarismo de quienes, sin haber soportado en su mayoría los rigores del franquismo, levantan ahora una bandera a favor de sus víctimas y contra la impunidad de los crímenes cometidos por aquél. Para ellos, durante la guerra civil los buenos no pudieron controlar cabalmente la situación y evitar los desmanes en su territorio, mientras que los malos fueron responsables de un genocidio cuidadosamente planificado. De esta forma, los antifranquistas sobrevenidos, desde un adanismo sospechoso, cometen la misma falta que denuncian: se olvidan de una parte de las víctimas que produjo la vesania desatada por la guerra. Joaquín Leguina, en un ejercicio que él entiende como una obligación cívica, reflexiona en estas páginas acerca del dolor y la intolerancia; de la batalla –muy alejada del espíritu de la Transición- entre la parte más sectaria de la izquierda que convierte a las víctimas en arietes y una derecha incapaz de asumir de una vez la trágica realidad de las fosas. De la prolongación de todo ello tanto en la judicatura como en la prensa. También del provecho político que se quiere obtener. Un brillante escrito sobre el duelo y la revancha que suscita la tan traída y llevada «memoria histórica».