James Lord llegó a París en 1945 y pronto entró en contacto con numerosos artistas.?Alberto Giacometti pintó su retrato en 1964 y el texto que ahora se ofrece es un relato de las dieciocho sesiones de pose, que Lord escribió a partir de sus anotaciones y recuerdos. «Sin duda –escribe Lord– cualquiera que conozca bien a Giacometti le habrá oído decir en alguna ocasión que, por primera vez en su vida, estaba a punto de conseguir algo de verdad.?Y, sin duda, su convicción era sincera en aquel momento. Pero, para un observador externo, podría parecer que la obra que ha provocado esta relación no es radicalmente diferente de las que la precedieron.?Más aún, en realidad no le parecerá una obra muy distinta de las que vendrán después, algunas de las cuales, sin duda, producirán en él la misma reacción. En suma, esta reacción parece más una expresión de toda su actitud creativa que de su relación momentánea con cualquier obra de arte en proceso.?Probablemente, Giacometti lo negará, pero yo creo que es cierto.» La situación parecía convertirse en algo profundamente irreal por momentos.?El retrato ya no significaba nada como tal. Como cuadro tampoco decía mucho. Lo que sí tenía sentido y existía con vida propia era la lucha infatigable e interminable que Alberto había emprendido para expresar en términos visuales, y a través del acto de pintar, una percepción de la realidad que, por casualidad, había coincidido con mi cabeza. Evidentemente, era imposible conseguir esto, pues lo que es abstracto por naturaleza nunca podrá concretarse sin alterar su esencia. Pero él se había comprometido y, de hecho, estaba condenado a lograr algo que, en ciertos momentos, parecía el castigo de Sísifo.?Yo me encontraba temporalmente involucrado en ese intento. Pero a veces olvidaba la naturaleza temporal de mi compromiso. Entonces, el cuadro se convertía en algo irreal, aunque en cierto sentido era más que real, pues el origen de esta situación estaba en la naturaleza misma de la realidad. De hecho, nuestra presencia y relación parecían proceder y participar del absurdo, siendo ridículas y sublimes a un mismo tiempo.