La historia de los libros antiguos es todavía más apasionante si a ella le añadimos un detalle en apariencia trivial: el precio. No quiero decir el precio actual de los libros viejos, que es añadido casi siempre al azar por los anticuarios. La creación de una conciencia anticuaria, otra conciencia nacional y aun otra tercera patrimonial de la literatura (e incluso de todos los libros) ha modificado los valores y los precios dependiendo de criterios aleatorios. La rareza, la belleza, la importancia, la antigüedad o el número de edición han traído sin cuidado a la mayoría de los lectores hasta avanzado el siglo XIX. A todo esto, los pobres siguieron y siguen teniendo como imposible, o al menos complicado si no era y es con mengua de su hacienda, leer un libro de su posesión. Y es así porque los años y el querer anticuario del mercado de libros antiguos inventan valores que los antiguos no podían imaginarse. «Nosotros debemos coronar a quienes, cotidianamente, nos ofrecen bibliotecas y mundos enteros gracias a libros de toda clase y compuestos en multitud de lenguas». Las páginas que siguen pertenecen a la irreal disciplina de las artes o ciencias aproximativas y aun adivinatorias, pues mezclan muchas veces churras con merinas, libros con toneles de vino, salarios con patrones, pero quieren ofrecer una guía semiseria de lo que se encontraba en la tienda el profesor, el profesional, el iletrado o el señor que se acercaban allí a comprar sus lecturas varias.