Amador Guallar aterrizó en Afganistán en 2008 con un contrato precario en una productora audiovisual local de dudosa reputación; el peaje necesario para emprender la aventura, sin duda descabellada, de convertirse en corresponsal de guerra y de hacerlo directamente sobre el terreno. Acabó viviendo casi diez años allí. Viajó y convivió con las tropas estadounidenses, diseñó operaciones de propaganda militar para la OTAN y campañas para la ONU, visitó campos sembrados de minas antipersona y sufrió, muy de cerca, diversos atentados. Una experiencia que destila en esta crónica en primera persona sobre la vida en una democracia más cerca del fogonazo que de la luz estable, doblegada por los ataques terroristas, las desigualdades sociales, la violencia extrema contra las mujeres y el éxodo de una juventud harta del conflicto. Pero este no es solo un testimonio sobre la guerra. También es una inmersión en una tierra que se sale de los márgenes de la historia, en sus paisajes de leyenda que esconden mundos que han prosperado aislados, en sus joyas arqueológicas olvidadas y habitadas por muyahidines transformados en ascetas. Porque Afganistán no solo es un país, también es un estado mental. Y este libro lo demuestra.