Hoy en día progreso científico-tecnológico no es sinónimo de vía de mejora de la calidad de vida, sino de una lógica difusa de mejores máquinas, ciencia más audaz o utensilios tecnológicos asombrosos, junto a cambios de paradigma social, relaciones sociales más complejas o nuevos riesgos para el planeta y sus inquilinos. El progreso ya no es lo que era, y el futuro tampoco. Ese progreso científico-tecnológico ha conseguido hazañas sorprendentes: el ser humano ha salido del planeta para explorar el universo, la esperanza de vida es increíblemente mayor de lo que era apenas hace un siglo, se investigan tecnologías que podrían solucionar problemas globales para siempre, y un largo etcétera. Sin embargo, está abierto el debate de máximos. ¿Han aportado más bienestar individual y colectivo la ciencia y la tecnología? ¿Para todos? Existe la necesidad de un debate democrático sobre la orientación y el uso del conocimiento científico. La comunidad científica y los responsables políticos deberían buscar el amparo de la confianza pública a través de una participación social organizada en la que se sitúe en el centro al ciudadano interesado. Reforzar el rol de la ciencia para un mundo más justo, próspero y sostenible requiere el acuerdo a largo plazo de todas las partes, una ciudadanía del siglo XXI científica y tecnológicamente consciente, socialmente responsable. ¿Qué papel habrían de jugar los museos y los centros de ciencia y tecnología en este nuevo paradigma? ¿Podrían asumir el rol de convertirse en una nueva institución social para la participación ciudadana? Esta red de centros así organizados haría factible la definición común del bienestar social presente y futuro de las sociedades, tal y como sus individuos lo hubieran concebido, aceptando riesgos conocidos en la búsqueda de beneficios consensuados, a través de un baremo de prioridades que los ciudadanos pueden y deben establecer.