La filosofía es un accidente en la historia de la humanidad. Podemos concebir un discurso humano sin preguntas últimas. De hecho lo tenemos ya instaurado e instalado en la comunicación social, donde un alud continuo de qués sepulta irremediablemente cualquier tímido porqué. Hace veinticinco siglos nació una exigua minoría, hoy quizá en proceso de extinción, que consideró vital conocer también los porqués. Pronto descubrió la minoría en cuestión que nada hacía más llevadera la angustia de una existencia abocada a la muerte que su relativización como un episodio fugaz e insignificante dentro de la vida imperecedera del universo. Lo que la religión sólo supo interpretar como incoherente relato de peripecias protagonizadas por proyecciones antropomorfas del insensato deseo de inmortalidad individual, la filosofía lo convirtió en ordenado despliegue de un dinamismo universal inagotable. Por eso quienes hoy sintonicen con aquella minoría sentirán invariablemente la necesidad de volver a escuchar lo que sus primeros integrantes dijeron. Al hacerlo constatarán la prodigiosa perennidad de unas referencias que se nos imponen ineludibles como permanente trasfondo de cualquier nuevo discurso. Porque filosofar es vislumbrar, desde cualquier fugaz instante de la rueda del tiempo, el impertérrito eje de la eternidad.