En un país sin nombre –una pequeña monarquía fronteriza con Alemania– el embajador soviético admite que no necesita organizar una red de espías porque los espías acuden voluntariamente a él. En este ambiente, el narrador de la historia, varias veces ministro del Interior, no sólo tiene que velar por el equilibrio político: debe hacerse cargo también de la educación de su nieto Bruno, un muchacho que manifiesta muy tempranamente una extraordinaria sed de poder, complicada por los celos que le inspira la relación de su preceptor con otro muchacho.