Un mastodonte jurásico contrapuesto a las más «modernas» fuerzas armadas de Holanda y Francia, un paquidermo inmóvil incapaz de modificar sus estructuras de combate y mando, frente a enemigos que supieron aprovechar los cambios introducidos a partir de las primeras décadas del siglo XVII en el arte de la guerra y, por esto, inevitablemente destinado a la derrota final. Un cuerpo de oficiales totalmente incompetente, inepto y compuesto en gran parte por cortesanos coléricos y vanidosos divididos entre sí por profundas enemistades, digno más de una comedia brillante que de los campos de batallas. Así, la clásica visión de los ejércitos de la Monarquía hispana en la época de la guerra de los Treinta Años, enviado hacia el presente por parte de la historiografía tradicional. Una mirada artefacta que nunca ha sabido tener en cuenta las grandes capacidades de recuperación y transformación de las fuerzas armadas de la corona que demostraron, durante este largo desafío, poseer aún unos recursos inesperados y saber enfrentarse victoriosamente a sus enemigos en varias ocasiones hasta casi el fin de la guerra. Condenadas a la derrota por el progresivo agotamiento hacendístico y demográfico y no por deméritos ínsitos en su propia estructura.