Marion Kerby cogió el volante y, al cabo de unas horas de lo que pareció a Topper una excéntrica manera de conducir, se pararon en la cresta de una colina, antes de emprender el descenso hasta el valle que tenían a sus pies. Allá lejos, tras muchos kilómetros de verde paisaje, Topper vio el sol poniente lanzando cascadas de colores sobre un campo de un azul cada vez más oscuro. Las nubes parecían castillos con torres de oro. El cielo era un torbellino. Tropas de plata y escarlata cargaban desde el oeste y asaltaban las nubes del castillo. Y, en la vasta confusión del crepúsculo, Topper vio, hacia el horizonte, luces confusas tras los árboles recortados. Topper y su compañera contemplaban aquel derrumbe calidoscópico de la naturaleza con mirada profunda y pensativa, un poco tocada por la melancólica apreciación de los que miran un rato una puesta de sol. Topper sacudió su pierna acalambrada y miró a la joven que tenía a su lado. –Es muy bonito –observó tímidamente–. ¿Qué te parece? –No me preguntes lo que me parece –contestó ella–. Luego, sacudiendo los hombros, añadió–: Lo encuentro asquerosamente llamativo. –Sí. También me lo ha parecido a mí. Un pelín exagerado.