Miraba a los ojos y lloraba ante un dolor humano. No era un “funcionario” de la Iglesia, el cariño era su mejor vehículo comunicativo del misterio de amor sincero que le dominaba. Estaba convencido de que la religión cristiana, además de prepararnos para la vida eterna, nos ha de ayudar a todos a ser más felices en la tierra. La iniciativa de Juan XXIII de convocar el Concilio Vaticano II puso de manifiesto hasta dónde nos puede llevar el Espíritu como personas y como comunidad eclesial cuando estamos entusiasmados, es decir, confiados y abiertos a su acción.